Viendo el gran recibimiento que tuvo la ultima publicación (2 comentarios xDDD) decidí publicar lo que falta del relato, y como antes aclaro nuevamente, esta historia no es mía sino del grandioso escritor H. P. Lovecraft el cual aprecio mucho uwu, como sea muchas gracias por el apoyo anterio y sobre todo a Karina quien esta siempre pendiente de nuestros blogs xD espero siga creciendo y logre mucho mas como escritora, de cualquier forma los dejo con la historia.
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Capitulo 2 –
Asenath Waite apareció en la vida
de Edward cuando éste tenía treinta y ocho años. Por entonces ella debía tener
unos veintitrés y tomaba curso especial sobre la metafísica de la Edad Media en
la Universidad de Miskatonic. La hija de un buen amigo mío era amiga de la
infancia de la muchacha -habían cursado juntas la escuela Hall de Kingsport-,
pero últimamente se veía obligada a rehuirla a causa de la mala fama de la
joven. Esta era morena, pequeña y muy atractiva pese a sus ojos saltones; sin
embargo, algo indefinible en su expresión hacía que la gente sensible evitara
su trato. A los demás, los ahuyentaba el origen de la joven y los temas que
excluyentemente monopolizaban su conversación. Era descendiente de la rama de
los Waite de Innsmouth; generación tras generación, se habían urdido docenas de
tétricas leyendas sobre la devastada y semiabandonada población de Innsmouth y
sus habitantes. Aún hoy se oye hablar de horrendos pactos firmados alrededor de
1850 y de un abominable ser “no del todo humano” que se imbricó en las más
antiguas familias del hoy casi inexistente puerto de pescadores, historias
todas que sólo un yanqui de antigua prosapia puede lucubrar y difundir con el
debido sentimiento de horror.
Volviendo a Asenath, su situación
genealógica se complicaba por ser hija de Ephraim White y por representar el
fruto de sórdidas relaciones que éste había mantenido en plena senectud con una
desconocida a la que nunca nadie consiguió ver. Ephraim vivía en una arruinada
mansión de Washington Street. Los conocedores del lugar -hay que establecer que
la gente de Arkham hace lo posible para evitar el paso por Innsmouth- contaban
que las ventanas de la buhardilla siempre permanecían tapiadas con gruesos
tablones burdamente clavados y que al caer la noche se oían extrañas voces en
el interior de la destartalada casa. El viejo Waite tenía fama de haber sido en
sus tiempos mozos un gran conocedor de los temas de magia y se dice que por
entonces podía causar o sofocar temporales en el mar. Por mi parte, de joven lo
había visto una o dos veces, cuando había venido a Arkham a consultar unos
antiquísimos volúmenes dedicados a saberes arcanos que enriquecían la
biblioteca de la Universidad. Recuerdo que me resultaron insoportables el
patibulario y melancólico mirar y las completamente descuidadas matas de barba
que colgaban de la cara. Murió loco en circunstancias nunca debidamente
aclaradas, poco antes de que la hija llegara a la escuela Hall. La muchacha
tenía rasgos del padre, en especial su a veces diabólica mirada.
Mí amigo, el padre de la muchacha
que había sido compañera de Asenath, me recordó muchos episodios curiosos
cuando empezó a divulgarse la relación entre ella y Edward. Según esos datos.
Asenath se hacia pasar por maga en la escuela y, en
efecto, asombraba a sus compañeros con algunos prodigios en verdad inexplicables.
Sostenía que podía desencadenar tormentas, pero su habilidad más notoria era la
capacidad de predecir con exactitud cuanto se proponía o le proponían. Los
animales rehuían su presencia y, a distancia, con unos casi imperceptibles
movimientos de una mano derecha hacia aullar a cualquier perro. Otras veces
demostraba conocimientos prodigiosos y hablaba lenguas absolutamente inusuales
para una adolescente.
Mucho más alarmantes eran los
casos completamente verificados de su influencia sobre otras personas. Manejaba
el hipnotismo como si fuera un juego de niños. La compañera que era mirada
fijamente a los ojos por Asenath tenía la sensación de estar en proceso de
transmutación de la personalidad, como si quien estuviera bajo hipnosis pasara
a habitar el cuerpo de la hechicera y consiguiera mirar desde otro punto a su
verdadero cuerpo, en el que resaltaban unos ojos siempre resplandecientes .con
una expresión de enajenación. Famosas eran las afirmaciones de Asenath acerca
de la naturaleza de la conciencia y de su independencia de la estructura física. La
única insatisfacción que revelaba la joven era la de no haber nacido varón,
pues según ella, el cerebro del hombre poseía unas facultades cósmicas
singulares, de alcance infinito. Sí tuviera el cerebro de un hombre, decía,
estaría en condiciones no sólo de igualar sino hasta de sobrepasar al padre en
el manejo de las fuerzas cósmicas.
Edward conoció a Asenath en una de
las reuniones que celebraba la “vanguardia” universitaria. Al día siguiente,
cuando vino a yerme, no era capaz de hablar otra cosa que no fuera la joven
Waite. Según él, compartían los mismos intereses e inclinaciones intelectuales
y, además, estaba encantado con su aspecto físico. Por mi parte, nunca había
visto a Asenath, pero tenía referencias de ella. Y ellas me hacían parecer
lamentable que Edward estuviera tan locamente enamorado de semejante mujer,
pero me cuidé mucho de decirle nada, pues bien sé que las criticas suelen hacer
más vigorosas estos encaprichamientos. Por su parte, el joven Derby parecía
dispuesto a no hablar del asunto a su padre.
Las semanas siguientes, Derby las
dedicó a hablarme sólo de Asenath. Por entonces ya eran de dominio público los
amores otoñales de Edward, a pesar de que él distaba mucho de representar la
edad que tenía y no hacía mal papel junto a tan peculiar belleza. No importaba
demasiado un incipiente abdomen producto de su descuido físico y en el rostro
no había asomos de arrugas. Por su parte, Asenath tenía a ambos lados de los
ojos las características patas de gallo que suelen verse en las personalidades
férreas como consecuencia de las tensiones constantes a que están expuestas.
Finalmente, un día Edward vino a
yerme en compañía de la muchacha y entonces pude comprobar que la corriente de
afecto entre ellos no era unilateral. Ella permanecía casi comiéndoselo con la
mirada y supe que la relación de ambos sabría vencer cualquier obstáculo que se
le opusiera. Pocos días después de aquella ocasión llegó hasta mí casa el
anciano señor Derby, hombre que me inspiraba el mayor de los respetos y
admiración. Enterado de la nueva amistad de su hijo, había logrado sonsacarle
toda la verdad al joven. Edward pensaba en matrimonio y ya se había puesto la
búsqueda de casa en el barrio residencial de la ciudad. Perfectamente al tanto
de la influencia que solía ejercer sobre el joven Derby, el padre había acudido
a mi para rogarme que hiciera algo con el fin de evitar tal destino, pero,
decidido a ser honesto antes que caritativo, le transmití mis serias dudas de
un logro en aquel sentido. El punto no era esta vez el carácter poco firme de
Edward, sino el extraordinariamente fuerte de la mujer. El sempiterno niño que
era Edward había transferido la dependencia de la imagen paterna a otra imagen
mucho más poderosa y sobre eso nada se podía hacer.
Un mes después se celebró la boda
ante el juez de paz, según deseo de la novia. Convencí al señor Derby para que
no se opusiera y así él, mi mujer yo asistimos a la ceremonia. Los demás
invitados eran unos cuantos estudiantes universitarios más que “vanguardistas”
francamente exaltados. Asenath compró la vieja finca de Crowninshield, ubicada
en campo abierto al final de High Street, donde pensaba instalarse la pareja de
recién casados, luego de un corto viaje a Innsmouth de donde traerían tres
criados, algunos libros y unos pocos utensilios para el nuevo hogar. Daba la
impresión de que lo que volcó a Asenath hacia Arkham no fue tanto una
consideración hacia Edward y su padre, sino más bien la satisfacción de su
deseo de estar cerca de la Universidad, de la biblioteca y de su grupo de
jóvenes universitarios.
Al volver a ver a Edward tras su
luna de miel, lo noté algo cambiado. Por complacer a su esposa se había
afeitado el incipiente bigote, pero eran perceptibles Otros cambios. Se
mostraba más reservado, más pensativo, más triste. En un comienzo no pude
establecer si me gustaba o no el cambio operado en mi amigo, pero era evidente,
que parecía haber madurado. Tal vez el matrimonio fuese algo que lo ayudara. Me
contó que Asenath se había quedado en casa pues estaba muy atareada con el
imponente montón de libros y objetos que habían traído desde Innsmouth
-pronunció este nombre y se estremeció- y, además, se ocupaba personalmente de
arreglar la casa y la finca de Crowninshield.
Esa casa -que era la de Asenath-
tenía un aspecto bastante desagradable, pero allí la joven había aprendido
cosas sorprendentes a partir de ciertos objetos que se encontraban en ella. Con
la ayuda de Asenath. Edward hacía grandes progresos en materia de conocimientos
esotéricos. Algunos experimentos que le enseñaba la joven eran ciertamente
drásticos -tanto que Edward nunca se animó a detallármelos-, pero no tenía
dudas sobre las intenciones de su esposa. Los tres criados eran muy extraños.
Dos de ellos eran incalculablemente ancianos y habían trabajado para el viejo
Ephraim; de tanto en tanto se referían a él y la madre de Asenath de un modo
inexplicable. La tercera era una joven trigueña de rasgos deformes y que
constantemente despedía olor a pescado.
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Capitulo 3 –
A partir de entonces fui viendo a
Edward cada vez menos. Al principio pasaban hasta tres semanas sin que sonaran
en mi puerta los tres golpes familiares seguidos de los otros dos. Cuando me
visitaba -o cuando muy excepcionalmente iba yo a su casa- era notorio su
desinterés por conversar de los temas que hasta en entonces nos habían sido
comunes. Se mostraba muy reservado para referirse a los estudios esotéricos que
antes tan animadamente solía describir y discutir, y nunca mencionaba a su
mujer. Esta se veía terriblemente envejecida desde el momento de la boda hasta
el extremo que parecía ser la mayor de la pareja. La decisión se había tornado
mucho más marcada en su rostro y una serie de detalles de por sí
indescriptibles confluían para darle un aspecto decididamente repulsivo. Esa
impresión caló tanto en mí mujer como en mí hijo, por lo que al cabo de poco
tiempo dejamos de visitarlos, circunstancia que, según Edward -con su
proverbial falta de tacto-, provocaba gran alivio en Asenath. De tanto en
tanto, los Derby emprendían algún viaje; por lo general comunicaban que el
destino era Europa, pero a veces Edward sugería lugares bastante más lóbregos.
Un año después del matrimonio, la
gente rumoreaba acerca de los cambios experimentados por Edward. Sí bien la variación
advertida era de orden fundamentalmente psicológicos, las habladurías no
pasaban por alto ciertos otros datos de interés. Se decía que en algunas
ocasiones Edward adoptaba conductas en absoluto compatibles con su naturaleza
para nada robusta. Se decía, por ejemplo que, por más que antes de casarse no
sabía conducir, ahora se le veía constantemente entrar y salir de Crowninshield
manejando el poderoso Packard de Asenath e introducirse con una envidiable
habilidad en el enmarañado tránsito ciudadano. En esos momentos, dejaba la
impresión de estar regresando de algún sitio o de disponerse a emprender algún
viaje, aunque nadie podía establecer ni el sitio de partida ni el de llegada;
la gente sólo podía asegurar que la mayor parte de las veces se le veía transitar
por el camino que lleva a Innsmouth.
Estos cambios no cayeron bien.
Para la gente, ahora Edward se parecía mucho a su mujer y al viejo Ephraim, al
menos en ciertas ocasiones. Otras veces lo veían regresar, muchas horas después
de haber salido; con un aspecto ausente y negligentemente tirado sobre el
asiento trasero del coche, que era conducido por un chofer especialmente
contratado para tal efecto. Quienes le conocían de vieja data reparaban el
acentuamiento de la pusilanimidad que desde siempre lo había acompañado. En
tanto el rostro de Asenath mostraba un aceleradísimo envejecimiento, el de
Edward denotaba una mayor inmadurez, excepto en los pocos momentos en que se
teñía con esporádicas manchas de tristeza. Era difícil entenderlo. A esa
altura, los Derby prácticamente no frecuentaban los ambientes de universitarios
desprejuiciados, no tanto porque tales formas de vida los hubiesen hastiados,
sino más bien debido a que los estudios e inclinaciones que absorbían su tiempo
espantaban incluso a los más osados de aquellos estudiantes.
Durante el tercer año de su
matrimonio, Edward comenzó a confiarme muy esporádicamente que sentía temor e
insatisfacción. De vez en cuando dejaba caer la enigmática observación de que
las cosas habían llegado demasiado lejos” y más a menudo se refería a una
cierta necesidad de “recobrar la identidad”. Inicialmente no hice caso de tales
manifestaciones, pero como él insistiera, con mucho tacto, me animé a hacerle
preguntas, sobre todo porqué no podía apartar de la memoria lo que había oído a
la hija de mi amigo sobre la capacidad de Asenath para dominar por hipnosis a
sus compañeras de estudios, quienes sostenían que durante los trances sentían
que habitaban otro cuerpo desde el que miraban al suyo propio en otro lugar de la
habitación. Edward recibía mis inquisiciones con una mezcla de alarma y
tranquilidad, pero llegado hasta cierto punto de la confesión, la cerraba
prometiéndome que ya más adelante hablaríamos sin ninguna clase de obstáculos.
Poco después falleció el padre del
joven Derby y entonces no supe que llegaría el momento en que yo me alegraría
de que hubiese abandonado este mundo en aquel momento. Edward se sintió
lógicamente afectado por la pérdida, pero dentro de una modalidad que sólo
cabría dominar normal. Desde su boda, sólo había visto a su padre unas pocas
veces. Asenath se las había ingeniado para que concentrara en ella toda la
necesidad de Edward de volcar en alguien los vínculos familiares. La gente
comentaba que en realidad poco le había importado la muerte del padre y
asociaban la pérdida del afecto filial al aumento de la petulancia que
ostentaba sentado ante el volante del auto. Mi amigo sintió una profunda
necesidad de mudarse a la vieja casa familiar, pero no pudo convencer a
Asenath; quien manifestó obstinadamente sentirse muy a gusto donde estaba.
Los Derby conservaban apenas una
amistad, una mujer que también era amiga de mi esposa. Cierta vez le confió que
en ocasión de llegar hasta más allá del final de High Street para hacer una
visita a los Derby, fue sorprendida al llegar por una de aquellas raudas y
ostentas salidas de Edward frente al volante. Se acercó a la puerta tocó el
timbre y acudió la horrible criada para anunciarle que Asenath tampoco se
encontraba en la casa. Mientras se retiraba, pudo ver el interior de la casa y
junto a la biblioteca de Edward alcanzó a divisar fugazmente un rostro con una
indecible expresión de dolor y desesperanza. En principio lo confundió con el
de Asenath, pese a lo que habitualmente mostraban los rasgos de la mujer de
Edward, pero más tarde la amiga de mi esposa no tuvo dudas de que los ojos de
aquel rostro eran sin duda alguna los tristes y melancólicos del propio Edward.
Mi amigo aumentó la frecuencia de
las visitas y ciertas veces consiguió explayarse sobre algunas de sus
enigmáticas afirmaciones. Lo que dijo en esas raras ocasiones no es de fácil
credibilidad ni siquiera en Arkham pero la lógica con que volcó entonces las
cuestiones esotéricas que lo preocupaban, amenazaban con perturbar el
equilibrio mental del espectador más sensato. Se refería a siniestras reuniones
en lugares apartados, a fantásticas ruinas en el corazón de Maine, bajo las que
se encontraban infinitas escaleras que conducían a abismos indescriptibles, a
peculiares ángulos que permitían ingresar a otras dimensiones del tiempo y el
espacio, a transmutaciones de la personalidad, a otros mundos, a otros espacios
y otros tiempos.
Para afirmar su discurso, de tanto
en tanto me aportaba objetos que me producían una total perplejidad. Eran
objetos de extraños colores y texturas, con curvas o planos que escandalizarían
a cualquier geometría conocida Ante mi curiosidad, sólo se limitaba a
informarme que procedían del exterior y que Asenath era quien sabía cómo
conseguirlos. Con voz cargada de temor, – solía mencionar al viejo Ephraim
Waite, a quien sólo había visto un par de veces en la biblioteca de la
Universidad; su miedo giraba en torno a la duda sobre si el viejo se encontraba
realmente muerto, en sentido físico y también espiritual.
En determinados momentos
interrumpía abruptamente su relato quedando todo él como suspendido en el
vacío. Entonces no podía dejar de pensar que la interrupción era obra de
Asenath, quien molesta por lo que mi amigo me confesaba, desde la distancia,
por algún procedimiento, extraordinario, lo – dejaba sin habla. Y,
efectivamente, algo debió haber sospechado, puesto que poco después sus
palabras y miradas hacia mí estaban inequívocamente cargadas de una terrible
ferocidad Derby también comenzó a tener enormes dificultades para llegar hasta
mi casa: aunque declarase ir a otro lugar, al encaminarse hacia casa, una
fuerza inexplicable lo paralizaba o su mente quedaba en blanco sin poder
discernir ya adonde se dirigía. Sólo llegaba hasta mi casa cuando Asenath se
hallaba lejos, “lejos dentro de su propio cuerpo”, como llegó a decir cierta
vez. Pero ella siempre terminaba enterándose de los movimientos de Edward,
porque para eso tenía a los criados que vigilaban celosamente los
desplazamientos de su marido. Lo cual demuestra que nunca consideró necesario
adoptar medidas más contundentes para cortar de cuajo nuestra relación.
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Capitulo 4 –
Un día de agosto, recibí un
telegrama desde Maine. Hacía unos dos meses que no veía a Edward y sólo sabía
de él que se encontraba afuera por cuestiones de negocios. Creía que Asenath lo
acompañaba, pero la gente rumoreaba que en la casa, tras las cortinas de las
ventanas del primer piso, se entreveía a alguien. Se hablaba también de las
compras que realizaban los criados. En el telegrama, el alguacil de Chesuncook
me hablaba de un loco con la ropa totalmente destrozada que había salido del
bosque, delirando y mencionando mi nombre para pedirme ayuda. Chesuncook es una
zona boscosa y abrupta que rodea a Maine. Estuve todo un día traqueteando sobre
el lomo de impresionantes barrancos antes de llegar en coche al lugar citado
por el alguacil. Encontré a Edward encerrado en una pieza de la granja que
hacía las veces de cárcel; estaba mitad delirante, mitad apático. Enseguida me
reconoció y me propinó un torrente de palabras cuyo sentido se me escapaba.
-¡Por amor de Dios! ¡El infierno
de los shaggoths! Hay que descender de los seis mil escalones…allí está lo
abominable… ¡Ia!… ¡Shub-Niggurath!… La figura en el altar… el aullido de
quinientos… el encapuchado decía “Kamog, Kamog”… es el nombre secreto de
Ephraim en el aquelarre… y yo estaba allí… Asenath prometió que nunca me
llevaría… Un instante antes estaba encerrado bajo llave en la biblioteca… y de
pronto estaba ella allí con mi cuerpo… el más atroz de los infiernos… el reino
de las tinieblas… el cancerbero custodia la puerta… apareció un shaggoth… vi
cómo cambiaba de forma… no lo pude aguantar… la mataré si vuelve a enviarme a
ese lugar… lo mataré a él… mataré lo que sea… lo haré con mis propias manos…
Más de una hora pasé tratando de
tranquilizarlo. Finalmente lo conseguí. Le compré ropa en el pueblo y al día
siguiente volvimos a Arkham. El furioso delirio había dado paso a un
reconcentrado silencio, pero cuando pasamos por Augusta se puso a mascullar
como si la simple vista de una ciudad le despertara recuerdos odiosos. Era
evidente que no deseaba volver a su casa y tomando en consideración los
delirios que le inspiraba su mujer -estados que atribuí a alguna experiencia
hipnótica a que ella lo habría sometido- decidí que lo más conveniente sería no
llevarlo a su hogar. Por lo tanto, lo albergué en mi casa por algún tiempo,
conciente de los problemas que semejante decisión podría acarrearme con
Asenath. Con el tiempo lo ayudaría en los trámites para lograr el divorcio, ya
que resultaba indudable que seguir con aquella mujer
significaría el suicidio para Edward. Mientras cavilaba acerca de estos temas,
mi acompañante dormitaba en el asiento junto a mí mientras yo conducía.
Ya de noche, cuando pasábamos por
Portland, Derby volvió a mascullar una violenta ristra de insultos destinados a
Asenath. Era innegab1e que la mujer había quebrado el equilibrio nervioso de mi
amigo y ahora no conseguía escapar de una red de alucinaciones que tejía en
torno a ella.
En voz baja, con toda claridad, me confió que la circunstancia
por la que entonces atravesaba no era más que una dentro de una larga serie. Se
lamentaba que llegaría el día en que ya no podría escapar de las redes tendidas
por la mujer. Sí ahora lo soltaba, sin duda que se debía a que
no le era posible
otra cosa, ya que aún era incapaz de apresarlo por demasiado tiempo. Casi
constantemente se apoderaba de su cuerpo, luego se iba cualquier parte para
participar en singulares ritos, mientras lo dejaba a él encerrado en el piso
superior dentro de su cuerpo de mujer. Algunas veces no lograba someterlo por
demasiado tiempo y así, de pronto, Edward se reencontraba con su cuerpo
en cualquier lugar, por lo general horrible. Fue lo que sucedió cuando lo
encontró el alguacil a la vera del denso bosque. Supe que no era la primera
vez que se veía obligado a regresar a casa desde tremendas distancias,
suplicándole a alguien de buena voluntad que se ocupara de manejar el coche.
Con el transcurso del tiempo, los
lapsos por los que se apoderaba de su cuerpo eran mayores. Asenath procuraba
ser hombre y esto era lo que explicaba sus intentos con el pobre Edward.
El joven Derby tenía características ideales para sus proyectos: una
esclarecida inteligencia en una débil voluntad. Tal vez no estuviese lejano el
día en que se apropiaría definitivamente de su cuerpo para transformarse en un
gran hechicero, como su padre, mientras que Edward quedaría confinado dentro de
aquella carcasa femenina que ni siquiera cabía pensar como humana.
Derby hablaba y mascullaba en el
asiento contiguo al mío. En un momento determinado giré la cabeza y lo
contemplé: pude verificar entonces una impresión previa que había recibido.
Aunque parezca un contrasentido, daba la impresión de encontrarse en mejores condiciones
físicas que
nunca, lucía más robusto y no se notaba en su cuerpo las flaccideces propias de
su indolencia para el cuidado físico. Era como si por primera vez en su holgada
existencia estuviese obligado a a1guna actividad física sostenida, circunstancia
que me llevó a inferir que Asenath era la responsable de aquel nuevo dinamismo
corporal y mental en mi amigo. Sin embargo, en aquellos precisos instantes
las manifestaciones de su mente eran más bien deplorables, puesto que de su
boca sólo escapaban incoherencias acerca de su mujer, de la magia negra, del
viejo Ephraim y de otros dislates. A veces reconocía algunos de los nombres que
pronunciaba por la memoria que conservaba de inconsistentes y esporádicas
frecuentaciones de volúmenes dedicados a saberes esotéricos. El hilo de la
conversación, monólogo mejor dicho, de Edward era discontinuo; cada poco se
detenía y parecía como si estuviera tornando aliento para emprender una
revelación final y agobiante.
-Dan, Dan, ¿recuerdas sus Ojos
feroces, la descuidada barba que nunca encaneció? Una vez me asestó su mirada
terrible. Nunca lo olvidaré. Ahora esa mirada está en los ojos de ella. Sé por
qué. El viejo encontró en el Necronomicón la fórmula. No sé bien en qué página
está, pero cuando lo averigüe podrás leerlo y enterarte. Enterarte de por qué
me encuentro en este estado lamentable. Paso de… de… de un cuerpo a Otro y
luego a otro… Así nunca morirá… El fuego de la vida… él sabe cómo apagarlo…
sabe cómo hacerlo brillar incluso una vez que el cuerpo ha muerto… Si te doy
algunas pistas, podrás adivinar… Escúchame Dan… ¿Tienes idea de por qué mi
mujer evita escribir con una inclinación de las letras hacia la izquierda?
¿Viste alguna vez algún texto escrito por el viejo Ephraim? ¿Sabes por qué
sentí morirme cuando vi el modo en que escribía Asenath? Asenath… ¿existe
realmente una persona con ese nombre?… ¿Por qué se dijo que se había encontrado
veneno en las vísceras del viejo Ephraim? Nunca oíste los rumores de los Gilman
acerca del modo en que gritaba el viejo cuando se volvió loco y Asenath lo
recluyó en el acolchado cuarto de la buhardilla, el mismo donde había estado el
otro?… Tal vez allí sólo se encontraba encerrada el alma del viejo… ¿Se puede
determinar quién encerró a quién? ¿Recuerdas que el viejo buscó durante
muchísimo tiempo alguien que tuviese una gran inteligencia y muy
poca voluntad? ¿Recuerdas cómo maldecía a su hija por no ser varón? ¿Puedes
decirme, Daniel Upton, qué siniestro cambio ocurrió en aquella pesadillesca
casa en la que el monstruo implacable manejaba a aquella confiada, pusilánime y
no del todo humana criatura su antojo’ ¿No se produjo acaso un cambio como el
que ahora está ocurriendo conmigo? ¿Sabes por qué ese ser llamado Asenath
escribe de manera peculiar cuando nadie la ve, de una manera en que no es
posible diferenciar su escritura de la de…?
En ese preciso instante sucedió
aquello. La voz de Derby venía haciéndose cada vez más estridente a medida que
avanzaba en su monólogo hasta lindar Eón el inminente grito histérico, cuando súbitamente
se apagó tras un chasquido en apariencia metálica. Recordé que en mi casa otras
veces también se había interrumpido intempestivamente, como obedeciendo
Órdenes; no tuve dudas de que alguna poderosa onda mental de Asenath le
ordenaba callar. Sin embargo, esta vez la situación se tomaba mucho más
horrible. Los rasgos de la cara de Edward se retorcieron hasta volverla
prácticamente irreconocible; en tanto su cuerpo era presa de espantosas
convulsiones. Era como si todos sus huesos y músculos y nervios se vieran
obligados a adoptar violentamente una posición, una tensión, una personalidad
diferente.
Me ganó el horror. Sentí un
indecible malestar, una aguda repugnancia y mis manos dejaron de sujetar el
volante. El ser que tenía junto a mí en el asiento ya no era la del amigo de
toda la vida; era una monstruosa criatura que parecía provenir de los espacios
siderales e irradiaba desconocidas y malsanas fuerzas.
Durante mi indecisión horrorizada,
mi nuevo compañero de viaje me arrebató el volante y me obligó a cambiar de
asiento con él. Era noche sin luna y las luces de Portland resplandecían
tenuemente a nuestras espaldas, por lo que casi no pude verle el rostro.
Percibí el fulgor que se desprendía de sus ojos y comprobé que la gente tenía
toda la razón cuando afirmaba que a veces se convertía en un arrogante desatado
al mando del volante. No podía creer que el indolente y apocado. Edward Derby
estuviera dándome órdenes y demostrando tal petulante soberbia como conductor,
precisamente él, quien nunca se atrevía a entablar una discusión y que siempre
se mostraba orgulloso de no saber conducir. Pero entonces esa era la situación
y en medio de mí desasosiego lo único que me aliviaba era que – toda la escena
transcurriese sin que él se decidiera a abrir la boca.
Al pasar por Biddeford y Saco, las
luces me permitieron comprobar que mantenía la boca apretada con fuerza y
renové mí estremecido horror al reencontrar el fulgor de sus ojos. Pude
verificar también algo que había oído; durante esos trances se parecía mucho a
su esposa y al viejo Ephraim. Eran desagradables sus actitudes, sus gestos no
parecían naturales, Pero lo más perturbador era la clara conciencia deque aquel
hombre, a quien toda la vida había conocido como Edward Pickman Derby, no era
más que un extraño, una endemoniada presencia proveniente de algún averno
sideral.
Al retomar un tramo oscuro de la
carretera volvió a hablar con una voz que casi no pude reconocer corno, la de
mi amigo. Era mucho más áspera, más cortante y tanto su acento como el énfasis
de la pronunciación diferían radicalmente – de los que yo podía recordar. En el
fondo de aquella voz subyacía una yeta de -ironía agresiva, también en las
antípodas de la pseudoironía desenfadada y algo torpe que Edward solía manejar;
ahora se había cargado de algo siniestro, maligno, corrosivo.
-Espero que no te preocupes por el
acceso que tuve hace un rato, mi querido Upton -me dijo mi acompañante-. Sabes
muy bien como son mis nervios. Te pido disculpas por las molestias que te causo
y te agradezco mucho qué me lleves a casa. Te pido que olvides todas la
majaderías que haya podido decir acerca de mi mujer y, en general, todos los
demás dislates con que te haya abrumado. Son las consecuencias de dedicarme
excesivamente a una materia como la mía. Mi filosofía se asienta sobre
conceptos y nociones muy extrañas, y cuando la mente no resiste comienza a
imaginar toda clase de delirios. Voy a tomarme un prolongado descanso. Es
posible que no nos veamos durante algún tiempo. Pero no vayas a pensar que es
culpa de Asenath. Tal vez este viaje te resulte incomprensible en muchos de sus
aspectos, pero en realidad tiene una explicación sencilla. En los bosques del
norte existen unas ruinas pertenecientes a los indios, por lo general piedras,
de gran valor para el folklore; Asenath y yo nos hemos dedicado intensivamente
a – su estudio. Ha sido un trabajo extenuante que bien puede hacer que uno
pierda momentáneamente la lucidez. Cuando llegue a casa mandaré a alguien para
que busque el coche. Y, como te decía, me tomaré al menos un mes de vacaciones.
Ignoro si por mi parte llegué a
pronuncia? palabra alguna, pues la transmutación de mi amigo me tenía
paralizado. Experimentaba una creciente sensación de enfrentar un inexplicable
horror cósmico y lo único que me obsesionaba era que aquel viaje terminara de
una vez por todas. Derby insistía en no abandonar el volante y con cierto
alivio noté la velocidad con que dejábamos atrás Portsmouth y Newbury Port.
Cuando llegamos al cruce donde la
carretera principal se desvía para evitar el paso por Innsmouth, tuve miedo de
que el conductor optara por aquel lugar infausto. Afortunadamente no lo hizo,
con lo que pasamos rápidamente por Rowley y por Ipswich hasta que al fin
llegamos a nuestro destino. Era poco antes de la medianoche cuando llegamos a
Arkham y vimos cómo la luz en la vieja casa de Crowninshield seguía encendida.
Derby se bajó; apresuradamente me volví a mi casa Con una eufórica sensación de
alivio. Alivio también me causaba la advertencia de Derby de que pasaría algún
tiempo antes de que volviésemos a vemos.
El tiempo que siguió a aquel viaje
terrible fue una época de desbocados rumores. La gente decía que ahora se veía
a Edward cada vez más en su versión dinámica y petulante y que, por el
contrario, casi no se veía nunca a Asenath; Derby sólo me visitó una vez; llegó
fugazmente en el coche de Asenath para llevarse unos libros que me había
prestado. Me dirigió unas pocas palabras de cortesía, ya que cuando se
encontraba en su impostación dinámica y arrogante no tenía qué decirme. En esos
momentos tampoco aparecía la característica de los tres golpes en la puerta
seguidos por los otros dos. Volvió a ocurrirme lo mismo que la noche en que lo
dejé frente a su casa: cuando se retiró sentí un profundo
alivio.
Promediado setiembre, Edward se
ausentó por una semana; uno de los más activos integrantes del grupo
“vanguardista” de estudiantes dejó caer la hipótesis de que habría ido hasta
Nueva York a reunirse con el cabecilla de culto prohibido en Inglaterra. Por mi
parte, no podía dejar de pensar en el horrible viaje que hicimos desde Maine.
La transmutación que tuve ocasión de presenciar me afectó mucho y no cejaba en
el intento de darle una explicación a aquel horrible enigma. –
La gente de los alrededores
comenzó a hablar acerca de los lastimeros sollozos que provenían de la vieja
casa de Crowninshield. Parecían de mujer y, según algunos, pertenecían a
Asenath, quien las escasas veces en que podía vérsela daba la impresión de
estar bajo una fuerte represión. Llegó a pensarse en dar cuenta a la policía
para que abriera una investigación de los hechos, pero la idea fue abandonada
cuando sorpresivamente apareció Asenath en la calle conversando animadamente
con un grupo de conocidos a los que pedía disculpas por las molestias que
podría haber causado el reciente ataque de histeria que había afectado a un
visitante en cuestión, pero la rotunda y convincente presencia de la mujer fue
más que suficiente como para aventar todas las suposiciones.
A mediados de octubre, una tarde
en mi puerta la sucesión de los tres golpes seguidos por los otros dos. Abrí y
me encontré con Edward de los viejos tiempos, al que no veía desde el preciso
momento en que experimentó el cambio durante el viaje a Maine. Se le veía
tenso, presa de emociones encontradas y mientras yo cerraba la puerta tras él
noté como echaba una temerosa mirada a sus espaldas.
Fuimos hasta mi estudio y me pidió
un trago para tranquilizarse. Preferí no preguntarle nada y dejé que fuese él
quien estableciera los hilos de la conversación. Pasó un rato antes de empezar
a monologar con voz sobresaltada.
-Asenath se fue.- Anoche, mientras
los criados estaban ausentes, hablé con ella y le arranqué la promesa de que
dejaría de acosarme. Por supuesto que tengo algunas garantías de las que aún no
te he hablado. La obligué a que me dejara tranquilo. Se puso furiosa, pero no
tuvo más remedio que hacerlo. Puso unas pocas ropas en las maletas y salió para
Nueva York. Apenas pudo tomar el expreso de las ocho y veinte para Boston.
Ahora todos volverán a murmurar, como siempre, pero me tiene bien sin cuidado.
No cuentes a nadie que tuvimos una disputa; será bueno que digas tan sólo que
Asenath ha emprendido un largo viaje de estudios. Es probable que se quede a
vivir con esos fanáticos. ¡Cómo me gustaría que se quedara en la costa oeste y
pidiera el divorcio! Al menos, me prometió que se mantendría alejada de mí y
que no me molestaría. No sabes lo horrible que era, Dan… Me robaba el cuerpo…
estaba tomando mi lugar… me había convertido en un prisionero. Opté por la
pasividad, dejándole llevar la delantera, pero tenía que estar constantemente
en guardia. Con mucho cuidado podía lograrlo, ya que ella no es capaz de leer
mis pensamientos en detalle. Apenas podía saber que yo estaba elaborando alguna
rebelión, pero me salvaba el hecho de que ella creyese que yo era más
pusilánime de lo que en realidad soy. Nunca imaginé que podría dominarla… pero
me había reservado uno o dos conjuros que afortunadamente funcionaron.
Derby repitió el gesto de la
mirada atemorizada por encima del hombro y apuró un generoso trago de Whisky.
-Hoy de mañana eché a esos
endemoniados criados. Fue al regresar y protestaron con energía, pero al fin se
fueron. Son de Innsmouth y responden incondicionalmente a Asenath. Voy a buscar
a los antiguos criados de mi padre, ya que he decidido mudarme a casa de
inmediato. Sé que debo parecerte loco, Dan, pero piensa en las historias de
Arkham y convendrás conmigo que en ella hay elementos suficientes como para
respaldar lo que te he contado… y lo que te contaré, Tú mismo fuiste testigo de
una de esas mutaciones. ¿Lo recuerdas? Fue en tu propio coche. En un
determinado momento Asenath se apoderó de mí… me expulsó de mi cuerpo. Recuerdo
que fue en el preciso instante en que me disponía a contarte qué clase de ser
es Asenath. Ahí fue cuando se apoderó de mí y yo me vi súbitamente instalado en
mi biblioteca, que los malditos criados cerraban bajo llave y en aquel
diabólico cuerpo que ni siquiera es humano. Se trataba de ella, y no de mí,
quien te acompañó durante el resto del viaje, ella, como un lobo feroz dentro
de mi cuerpo. No pudo escapársete la diferencia.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo
mientras proseguía. Por supuesto que había notado el cambio. ¿Cómo no hacerlo?
Pero, ¿era verosímil semejante explicación? El monólogo de Edward era
incontenible.
-Salvarme, Dan, salvarme era mi
único objetivo. Debía hacerlo. El designio de Asenath era apoderarse de mí para
siempre en ocasión del día de ‘Todos los Santos. Ese día oficiaban un aquelarre
pasando Chesuncook y con el sacrificio ritual yo ya no tendría escapatoria.
Quedaría para siempre en manos de ella… ella habría sido para siempre yo y yo
habría sido ella. Para el resto de los tiempos. Habría cumplido entonces su
sueño de ser un hombre de carne y hueso. Supongo que luego trataría de
deshacerse de mí, dando muerte a su ex cuerpo conmigo adentro, tal como lo hizo
antes.
Llegado a este punto de su relato,
el rostro de Edward fue presa de una descomunal tensión; se inclinó más hacia
mí y bajando la voz, casi en un susurro, continuó:
-En el coche se me ocurrió que
ella ‘no es Asenath sino el mismísimo viejo Ephraim. En verdad ya antes lo
había sospechado, pero en aquel momento tuve la evidencia. Es posible
comprobarlo en su caligrafía cuando está desprevenida. A veces
escribe largos textos con la misma letra del viejo. Este se refugió en el
cuerpo de su hija cuando sintió que iba a morir. Ella fue la única persona a
mano con el cerebro adecuado y una personalidad apocada. Se apoderó de su
cuerpo de manera permanente, igual que lo que ella pretendió hacer conmigo.
Luego envenenó el anciano cuerpo donde había alojado a su hija. ¿Acaso no has
visto relucir docenas de veces en los ojos de Asenath los diabólicos ojos del
viejo? ¿No has reparado que esa misma mirada aparece en mis ojos cuando ella se
apodera de mí?
Derby debió detenerse para retomar
aliento. No me atrevía a decir nada. Al cabo de un momento el tonó de su voz
volvió a ser normal. Para mí, Edward estaba loco rematado, pero por cierto que
no sería yo quien lo empujara a un manicomio. Tal vez todo volviese a la
normalidad con el paso del tiempo y la ausencia de Asenath. Era evidente que mi
amigo estaba lo suficientemente escaldado como para volver a sus prácticas de
ocultismo.
-Con el tiempo te contaré otras
cosas que ignoras. Ahora me siento muy cansado. Ya te hablaré sobre los
horrores en que me involucré por causa de Asenath, horrores que aún alientan
entre nosotros por causa de unos cuantos fanáticos que se encargan de
mantenerlos vivos. Hay gente capaz de hacer ciertas cosas que nadie debería
hacer. He sido uno de ellos, pero todo eso ya acabó para mí. Si estuviese a mi
cargo la biblioteca de Miskatonic, yo mismo reduciría a cenizas el maldito
Necronomicón y todos los libros de su estirpe. Pero ahora Asenath ya no podrá
apoderarse de mí. Pronto abandonaré esa casa y volveré a mi hogar. Sé que puedo
contar contigo. Te he hablado de esos diabólicos criados… en especial de lo que
son capaces si la gente insiste en preguntarse acerca del paradero de Asenath.
¿Te das cuenta de que no puedo dar la dirección de ella? Quien quiera indagar
podría malinterpretar nuestra separación y sé muy bien que algunos de esos
fanáticos tienen ideas y métodos contundentes. Sé que estarás de mi parte si
llega a ocurrir algo… incluso si me veo obligado a decirte cosas que te
provocarán una gran perturbación….
Casi naturalmente, Edward se quedó
en casa aquella noche, alojado en una de las habitaciones de huéspedes; por la
mañana parecía mucho más tranquilo. Examinamos sus planes para el regreso al
hogar familiar; por mi parte sentía la necesidad de que no perdiera tiempo
alguno en la implementación del proyecto. Durante las siguientes semanas nos
encontramos muy frecuentemente. En nuestras reuniones no se mencionó casi ninguna
cosa extraña; la conversación se concentraba exclusivamente en las tareas de
restauración que se practicaban sobre la vieja casa de los Derby y sobre los
viajes que planeábamos realizar el próximo verano.
Asenath había desaparecido
completamente de nuestras conversaciones; por cierto que el tema desagradaba
profundamente a Edward. Mientras tanto, en la ciudad corrían rumores acerca de
la singular pareja que vivía en Crowninshield aunque a esa altura esto no
significaba novedad alguna. Sin embargo, no me gustó lo que una vez oí decir al
banquero de Derby en el club de Miskatonic: que Edward remitía frecuentemente
cheques a algunos vecinos de Innsmouth llamados Moses y Abigail Sargent y
Eunice Babson. Temí que mi amigo estuviese siendo víctima de un chantaje por
parte de los malditos criados. Edward nunca me comunicó nada al respecto.
Yo esperaba con ansiedad la
llegada del verano y de las vacaciones para realizar los viajes que habíamos
planeado con Edward. Sin embargo, la salud de mi amigo no progresaba con la
rapidez deseable. Aun en sus escasos momentos de alegría, subyacían matices de
histeria y la sucesión de estados de depresión y aprensión ocupaban buena parte
de su día. En diciembre, la casa de los Derby quedó en condiciones de
habitarse, pero inexplicablemente Edward demoraba la mudanza.’ Detestaba y
temía a la casa de Crowninshield, pero algo misterioso lo retenía a ella. Todos
los días recurría a un nuevo pretexto para demorar el traslado de sus cosas a
la casa familiar. Cierta vez se lo hice notar y entonces pareció más asustado
que de costumbre. El viejo mayordomo de su padre -a quien había ubicado y
contratado- llegó a confiarme acerca de los extraños merodeos de Edward por la
casa, especialmente por el sótano, de sus malos presentimientos al respecto. Le
pregunté si había recibido alguna correspondencia de Asenath, pero el anciano
me confirmó que no había visto carta alguna en el correo.
Sería hacia la Navidad cuando una
tarde Derby sufrió un ataque mientras se encontraba de visita en mi casa. Yo
dirigía la conversación hacia el viaje que proyectábamos hacer durante el
verano cuando, de repente, Derby lanzó un grito y saltó de la silla en que
estaba sentado, adquiriendo su rostro un aire de espantoso e irrefrenable
temor; su expresión reflejaba un pánico y aversión tales como sólo las más
infernales pesadillas pueden producir en una mente sana.
« ¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios
mío, Dan! … tira con fuerza… desde la lejanía… golpea… desgarra… esa bruja…
ahora mismo… Ephraim… ¡Kamog! ¡Kamog!
El averno de los shaggoths! … ¡Iä!
¡Shub-Niggurath!
¡El Chivo con las Mil Crías! … La
llama… la llama… más allá del cuerpo, más allá de la vida… en las profundidades
de la tierra… ¡Oh, Dios mío! . . . »
Volví a sentarle en la silla y le
obligué a beber un vaso de vino, mientras su agitación daba paso a una
mortecina apatía. No opuso la menor resistencia, pero sus labios no cesaban de
moverse como si estuviera hablándose a sí mismo. Al instante advertí que era a
mí a quien trataba de hablar, y pegué el oído a su boca en un intento de captar
sus débiles palabras.
«Otra vez, otra vez.., trata de
volver a hacerlo.., debía suponerlo.., nada puede detener esa fuerza, ni la lejanía,
ni los conjuros, ni la muerte… se abalanza una y otra vez, sobre todo por la
noche… no puedo escapar… es horrible… ¡ Oh, Dios mío! Dan, si te
hicieras una mínima idea de lo horrible que es todo esto… »
Luego cayó en una especie de
sopor, le coloqué unos almohadones debajo del cuerpo y dejé que el sueño se
apoderase de él. No llamé al médico, pues sabía muy bien lo que iba a decir
sobre su estado mental y quería dejar obrar a la naturaleza… si es que aún
podía albergarse alguna esperanza. Edward se despertó a medianoche y entonces
le acosté en el piso de arriba, pero al despertarme a la mañana siguiente se
había ido ya. Había salido sin hacer mido, y cuando le llamé por teléfono en su
casa el mayordomo me dijo que se encontraba dando vueltas por la biblioteca.
La salud de Edward se agravó mucho
a partir de aquella noche. Ya no venía a visitarme, si bien ahora yo iba a
verle todos los días. Siempre me lo encontraba sentado en la biblioteca, con la
mirada perdida en el vacío como si estuviese escuchando algo fuera de lo normal. A
veces hablaba razonando, pero siempre sobre temas intrascendentes. La menor
mención de su enfermedad, de futuros planes o de Asenath le hacía montar en cólera.
Su mayordomo dijo que sufría espantosos ataques por la noche, en el curso de
los cuales llegaba a producirse lesiones.
Tras consultar detenidamente con su
médico de cabecera, su banquero y su abogado, me decidí finalmente a que fuera
a verle su médico junto con dos especialistas. A las primeras preguntas que le
formularon Edward sufrió unos violentos espasmos que le hicieron digno de la
mayor compasión, y aquella misma tarde se lo llevaron forcejeando, en un coche
cubierto, al sanatorio de Arkham. Hube de hacerme cargo de su curatela y le
visitaba dos veces por semana. Sus gritos estridentes, sus pavorosos murmullos
y su terrible e insaciable repetición de frases como « Tenía que hacerlo… tenía
que hacerlo… se apoderará de mí… se apoderará de mí… allá abajo… allá abajo en
las tinieblas… ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme! … ¡Salvadme! ». Casi me hacían
saltar las lágrimas.
Si había posibilidades de que se recuperase
es algo que nadie se atrevía a vaticinar, pero en todo caso me esforcé por no
perder el optimismo. Si lograba salir de aquélla, Edward iba a necesitar una
casa, por lo que mandé trasladar a toda su servidumbre a la mansión de los
Derby que, a no dudar, sería el lugar elegido por él de conservar el sano
juicio. No supe qué hacer con la finca de Crowninshield, con su ingente
mobiliario y todas aquellas colecciones de las más inexplicables cosas. Así
que, de momento, opté por no hacer nada en ella, limitándome a decirles a los
criados de Derby que fuesen por allí una vez por semana a limpiar el polvo de
las habitaciones principales y a ordenar al encargado de la calefacción que
encendiera la caldera en tales días.
La contrariedad definitiva tuvo
lugar unas fechas antes de la Candelaria y, para cruel ironía, vino precedida
de un falso destello de esperanza. A últimas horas de una mañana de enero,
telefonearon del sanatorio para decir que Edward había recobrado repentinamente
la razón. Según decían, su memoria se había resentido mucho, pero no cabía
duda de que se hallaba en su sano juicio. Naturalmente, durante algún tiempo
debía seguir en observación, pero apenas podían albergarse dudas sobre cuál
sería el desenlace. Si todo iba bien, en una semana le darían de alta.
Loco de contento por la noticia
que acababan de darme, me dirigí rápidamente al hospital, pero me quedé
anonadado al entrar tras una enfermera en la habitación de Edward. El paciente
se levantó para saludarme, alargándome la mano con una cordial sonrisa, mas al
instante advertí que se encontraba en aquel estado extrañamente sobreexcitado
tan opuesto a su natural forma de ser, tenía aquella engreída personalidad que
tan indeciblemente horrible me había parecido y de la que el mismo Edward dijo
en cierta ocasión que no era sino el alma intrusa de su mujer. Era exactamente
la misma mirada abrasadora —la misma de Asenath y del viejo Ephraim— y la misma
expresión firme de la boca, y cuando hablaba pude notar la misma lúgubre y
aguda ironía en su voz, aquella profunda ironía que tanto hacía pensar en la
inminencia de un mal. De nuevo me encontraba ante la persona que había
conducido mi coche aquella noche cinco meses atrás, la persona que no había
vuelto a ver desde aquella breve visita en que olvidó la vieja señal del timbre
y suscitó temores harto difusos en mí, y ahora me producía la misma tenebrosa
sensación de espantosa demencia e inefable horror cósmico.
Me estuvo hablando en tono afable
de los trámites que debía hacer para salir de allí, ante lo cual sólo me quedó
asentir a pesar de sus fallos de memoria sobre hechos bien recientes. Pero me
dio la impresión de que le sucedía algo terrible, inexplicable, erróneo y
anormal. Aquella criatura encerraba horrores que no podía discernir. Sin duda,
estaba en su sano juicio, pero ¿era el mismo Edward Derby que había conocido?
De lo contrario, ¿quién o qué era, y dónde estaba el verdadero Edward?
¿Estaría en libertad o confinado en algún lugar? ¿O quizás habría desaparecido
de la faz de la tierra? Se percibía una sensación de abominable sarcasmo en
todo cuanto aquella criatura decía; sus ojos, muy parecidos a los de Asenath,
reflejaban una ironía harto desconcertante al aludir a ciertas palabras sobre
la libertad ganada años atrás gracias a un confinamiento de lo más
estricto. Debí comportarme con suma torpeza, pero lo cierto es
que me alegré al salir de allí.
Aquel día y el siguiente no cesé
de devanarme los sesos reflexionando sobre el problema. ¿Qué había sucedido?
¿Qué inteligencia miraba a través de aquellos ojos ajenos a la cara de Edward?
Apenas podía pensar en otra cosa que en tan terrible y complejo enigma, hasta
el punto de que hube de dejar a un lado mi trabajo cotidiano. Al día siguiente
por la mañana llamaron del hospital para decir que el estado del paciente
seguía igual, y ya avanzada la tarde estuve a punto de sufrir una crisis
nerviosa —un estado pasajero que admito, aunque otros dirán que tiñó de color
la visión que tuve después. No tengo nada que decir al respecto, salvo que
ninguna locura mía puede llegar a explicar toda la evidencia.
–
Capitulo 5 –
Fue por la noche —tras aquella
segunda tarde— cuando el más espantoso horror se abatió sobre mí, sumiéndome en
un pánico atroz y atenazador del que jamás lograré yerme libre. Todo comenzó
por una llamada de teléfono al filo de la medianoche. Yo era la única persona
levantada en toda la casa y, somnoliento, descolgué el auricular que había en
la biblioteca. No parecía haber nadie al aparato, y ya estaba a punto ‘de
colgar e irme a la cama cuando mi oído creyó captar un tenue sonido al otro
extremo de la línea. ¿Sería acaso alguien que tenía grandes dificultades para
hablar? Escuché atentamente y me pareció oír una especie de chapoteo
semilíquido —un «glub… glub… glub… »— que daba extrañamente la impresión de
evocar una palabra inarticulada e ininteligible o una sucesión de sílabas
entrecortadas. Seguidamente, pregunté « ¿Quién es? », pero por toda respuesta
volví a oír aquel «glub… glub… glub… glub». No me quedó más remedio que suponer
se trataba de un ruido automático; pero imaginando que quizá se debiese a que
el aparato estaba estropeado y sólo podía escucharse desde él pero no hablar,
añadí «No puedo oírle. Cuelgue, por favor, y llame a información». Al instante
oí cómo colgaban el auricular al otro extremo del hilo.
Esto, como decía, sería sobre la
medianoche poco más o menos. Cuando más tarde se investigó la procedencia de la
llamada pudo averiguarse que fue hecha desde la vieja casa de Crowninshield,
pese a que aún faltaba media semana hasta el día en que le correspondía a la
criada ir por allí. Me limitaré a dar una idea aproximada de lo que se
encontró al entrar en’ la casa: una barahúnda en el trastero más recóndito del
sótano, huellas, tierra, un armario desvalijado apresuradamente, huellas
enigmáticas en el teléfono, papel de escribir desmañadamente utilizado y un
detestable hedor que impregnaba todos los rincones de la casa. Estos idiotas
de policías se han forjado sus harto manidas teorías y andan tras los criados
despedidos, los cuales han desaparecido de la vista ante el actual estado de
cosas. La policía habla de una horrible venganza por lo que se les hizo, y
dicen que me incluyeron a mí en ella por ser el mejor amigo y consejero de
Edward.
¡Serán majaderos! ¿Cómo pueden
pensar que esos mamarrachos supieron imitar aquella escritura? ¿Acaso se
figuran que fueron ellos los culpables de lo que más tarde sucedería? ¿Pero tan
ciegos están que no ven los cambios operados en el cuerpo que fue de Edward?
Por lo que a mí se refiere, ahora creo cuanto Edward Derby me dijo. Hay
horrores que rebasan los confines mismos de la vida y que ni siquiera
sospechamos, y sólo de vez en cuando la maligna curiosidad humana pone a
nuestro alcance. Ephraim… Asenath… el diablo los atrapé en sus redes, y ellos
acabaron con Edward y ahora tratan de hacer otro tanto conmigo.
¿Acaso tengo garantías de estar a
salvo? Esos poderes sobreviven a la vida corpórea. Al día siguiente —por la
tarde, tras recuperarme del estado de postración en que me encontraba y lograr
ponerme en pie y articular algunas palabras coherentemente— fui al manicomio y
le maté de varios tiros por el bien de Edward y de la humanidad entera, pero
¿cómo estar seguro hasta tanto no le incineren? Conservan el cuerpo para que varios
médicos efectúen en él una absurda autopsia, pero sostengo que deben
incinerarlo. Deben incinerar a aquel que no era Edward Derby cuando le disparé.
Me volveré loco si no lo hacen, pues es muy probable que yo sea la siguiente
víctima. Pero no me falta coraje, y no dejaré que se apoderen de mi los
monstruosos terrores que están continuamente al acecho. Ephraim, Asenath, Edward,
¿quién de los tres vive? Pero a mi no me arrebatarán mi cuerpo… ¡No dejaré que
me cambien por ese cadáver acribillado a balazos que hay en el manicomio!
Pero trataré de contar
coherentemente el horror final y definitivo. No hablaré de lo que la policía se
empeña en ignorar, de las historias que corren sobre ese ser raquítico,
grotesco y maloliente con el que al menos tres transeúntes que pasaban por High
Street se tropezaron al filo de las dos de la madrugada y de las huellas que se
han encontrado en ciertos lugares. Sólo diré que serían las dos cuando el
timbre y la aldaba me despertaron; timbre y aldaba, los dos, uno detrás de
otro y con un repique vacilante, como una sofocada desesperación, y en ambos
casos tratando de imitar la antigua señal de Edward de tres llamadas seguidas
de otras dos.
Tras despertar de un profundo
sueño mi mente se vio sumida en un mar de confusión. Derby en la puerta… ¡y
recordaba la vieja contraseña! En su nueva personalidad no parecía recordarla…
¿Habría vuelto Edward a su estado normal? ¿Le habrían soltado antes de lo
previsto o se habría escapado? Posiblemente, pensé mientras me enfundaba en una
bata y bajaba aprisa las escaleras, el hecho de recobrar su identidad le
habría producido irritación y delirio, tras lo que le habrían anulado el alta
forzándole a emprender una desesperada huida en pos de la libertad. Fuese lo
que fuese, volvía a ser mi buen y viejo amigo Edward, ¡claro que podía contar
con mi ayuda!
Al abrir la puerta a aquellas
tinieblas arqueadas por la sombra de los olmos, una corriente de viento
insoportablemente fétido casi me hizo rodar por los suelos. Sofocado por la
náusea que invadió todo mi cuerpo, pude ver en el umbral una figura raquítica y
jorobada. Los golpes en la puerta eran sin duda de Edward, pero ¿quién era
aquel pestilente y canijo mamarracho? ¿Dónde podría haberse metido Edward en
tan escaso tiempo? El último timbrazo que dio apenas había sonado un segundo
antes de abrir yo la puerta.
Quien llamaba al timbre llevaba
encima un abrigo de Edward, los bajos rozaban el suelo, y las mangas, si bien
estaban vueltas, le cubrían por completo las manos. Sobre la cabeza llevaba un
sombrero de ala plegada y una bufanda de seda negra le ocultaba el rostro. Al
dirigirme hacia él con paso vacilante, aquella figura emitió un sonido
semilíquido semejante al que había oído por teléfono
—«glub… glub… »— y, espetado en la
punta de un largo lápiz, me alargó un papel grande, escrito con apretujada
letra. Aún bajo los efectos de aquel repugnante y extraño hedor, cogí el papel
y traté de leerlo bajo la luz de la puerta.
No había la menor duda, aquella
era la letra de Edward. Pero ¿por qué habría escrito la nota cuando podía
perfectamente llamar al timbre? ¿Y por qué era tan torpe, fea y temblorosa su
escritura? Apenas podía descifrar nada en aquella semipenumbra, así que
retrocedí unos pasos hacia el vestíbulo mientras el raquítico mensajero me
seguía maquinalmente a duras penas, deteniéndose una vez traspuesto el umbral.
El olor que despedía aquel extraño personaje era verdaderamente insoportable
y rogué (no en vano, a Dios gracias) para que mi mujer no se despertara y se
viese frente a semejante criatura.
Luego, a medida que leía el papel,
sentí que mis piernas comenzaban a flaquear y mi vista se nublaba por
completo. Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo, todavía con
aquella endiablada hoja de papel entre las manos, crispadas por el espanto que
se había apoderado de mí. He aquí lo que decía:
«Dan, ve al sanatorio y mátalo.
¡Aniquílalo! Ya no es Edward Derby. Asenath se apoderó de mí, pero hace
tres meses y medio que está muerta. Mentí al decirte que se
había ido. La maté. Me vi obligado a hacerlo. Ocurrió en un abrir y cerrar de
ojos, pero en aquel momento estábamos solos y me encontraba en mi auténtico
cuerpo. Vi un candelabro y le descargué un fuerte golpe con él en la cabeza. De
haber seguido con vida se habría apoderado definitivamente de mí el día de
Todos los Santos.
La enterré en el trastero más
recóndito del sótano, bajo unas viejas cajas, y borré todas las huellas. A la
mañana siguiente, los criados sospecharon lo que había sucedido, pero son
tantos los secretos que esa gente oculta en sus entrañas que no se atrevieron
a ir a contárselo a la policía. Los despedí, pero sólo Dios sabe qué intentarán
hacer, al igual que otros sectarios de su culto.
Por unos instantes pensé que todo
iba bien, pero al cabo de un rato sentí como si me desgarrasen el cerebro.
Sabía perfectamente de qué se trataba, debía haberlo recordado. Un alma como
la de Asenath —o la de Ephraim— se separa a medias pero sigue con vida hasta
después de la muerte, en tanto dura el cuerpo. Asenath estaba apoderándose de
mí —intercambiaba su cuerpo con el mío—, estaba usurpando mi cuerpo al
tiempo que me introducía en su cadáver enterrado allá en el sótano.
Sabía muy bien lo que me esperaba,
por eso perdí el control y tuvieron que encerrarme en el manicomio. Luego lo
que me temía sucedió. Me encontré asfixiado por las tinieblas dentro del
cadáver putrefacto de Asenath y enterrado en el sótano bajo unas cajas. Ella
debía estar ocupando mi cuerpo en el sanatorio para siempre, pues ya había pasado
Todos los Santos y el sacrificio valdría aun cuando ella no estuviese
presente… Ella estaría sana, recuperada y lista para cerner su amenaza sobre el
mundo. Estaba desesperado, y pese a todo me las arreglé para escapar de allí.
Me encuentro demasiado débil para
intentar hablar —ni siquiera pude hablar por teléfono—, pero aún me quedan
fuerzas para escribir. Confío en que me recuperaré y en que sean escuchadas
las siguientes palabras y recomendación que te hago: mata a ese
taimado demonio si valoras en algo la paz y el bienestar del
mundo. Y
asegúrate de que se incinera el cadáver. Si no lo haces,
seguirá viviendo, irá pasando de un cuerpo a otro eternamente, y huelga todo
comentario sobre qué pueda hacer. No te dejes atrapar por la magia negra, Dan, es
algo verdaderamente diabólico. Hasta siempre, has sido un excelente amigo.
Cuenta a la policía cualquier patraña que creas que puedan tragarse. No sabes
cuánto siento haberte metido en todo esto. A no tardar, espero disfrutar de
paz, pues la vida de este monstruo que me atenaza no puede prolongarse mucho
más. Espero que esta nota llegue a tus manos. ¡Y mata a ese monstruo! ¡Mátalo!
Tuyo, Ed.»
Sólo al cabo de un buen rato acabé
de leer la segunda mitad de tan desconcertante carta, .pues al final del tercer
párrafo caí desmayado al suelo. Volví a perder el sentido al ver y oler
aquello que obstruía el umbral, por donde se filtraba el aire caliente. El
mensajero no volverá a moverse ni a recobrar la conciencia.
El mayordomo, hombre bastante más
duro que yo, no desfalleció ante el espectáculo que se ofreció a su vista en el
vestíbulo a la mañana siguiente, sino que llamó a la policía. Cuando llegaron
los agentes ya me habían metido en la cama, en la habitación de arriba; pero
aquello otro, aquella informe masa, seguía yaciendo allí donde se había
desplomado por la noche. Era tal el hedor que despedía que los policías
hubieron de taparse la nariz con un pañuelo.
Lo que encontraron a la postre
dentro de la extraña y variopinta indumentaria de Edward fue esencialmente, una
monstruosidad licuada. Encontraron también unos cuantos huesos… y un cráneo
aplastado. Posteriormente y por una prótesis dental que llevaba, pudo
identificarse aquel cráneo como el de Asenath.